Si ignorantia gaudium dat ego te dolorem offero

miércoles, 30 de diciembre de 2009

La Filosofía en el Tocador, Marqués de Sade, Primer diálogo


DIÁLOGOS
Destinados a la educación de las jóvenes
Señoritas


Primer Dialogo:

SEÑORA DE SAINT-ANGE,
EL CABALLERO DE MIRVEL

SRA. DE SAINT-ANGE:

- Buenos días, hermano. Y bien, ¿el señor Dolmancé?

EL CABALLERO:

-Llegará a las cuatro en punto y no cenaremos hasta las siete; como ves, tendremos tiempo de sobra para charlar.

SRA. DE SAINT-ANGE:

- ¿Sabes, hermano, que es­toy algo arrepentida de mi curiosidad y de todos los proyectos obscenos formados para hoy? En verdad, amigo mío, que eres demasiado indulgente; cuanto más razonable debiera ser, más se excita y vuelve li­bertina mi maldita cabeza: me lo pasas todo, y eso sólo sirve para echarme a perder... A los veintiséis años ya debiera ser devota, y no soy aún sino la más desenfrenada de las mujeres... Es imposible hacerse una idea de lo que concibo, amigo mío, de lo que querría hacer. Pensaba que limitándome a las muje­res me volvería prudente..., que mis deseos concen­trados en mi sexo no se exhalarían ya hacia el vues­tro; proyectos quiméricos, amigo mío; los placeres de que quería privarme no han venido sino a ofre­cerse con más ardor a mi imaginación, y he visto que cuando, como yo, se ha nacido para el liberti­naje, es inútil pensar en imponerse frenos: fogosos deseos los rompen al punto. En fin, querido, soy un animal anfibio; amo todo, me divierto con todo, quiero reunir todos los géneros; pero, confié­salo, hermano mío, ¿no es en mí una extravagancia completa querer conocer a ese singular Dolmancé que, según dices, en toda su vida no ha podido ver a una mujer como el uso lo prescribe; que, sodomi­ta por principio, no sólo es idólatra de su sexo, sino que únicamente cede al nuestro con la cláusula es­pecial de entregarle los queridos atractivos de que está acostumbrado a servirse en los hombres? Mira, hermano, cuál es mi extravagante fantasía: quiero ser el Ganímedes de ese nuevo Júpiter, quiero gozar con sus gustos, con sus desenfrenos, quiero ser la víctima de sus errores: sabes, querido, que hasta ahora nunca me he entregado así más que a ti, por complacencia, o a alguno de mis criados que, paga­do para tratarme de esa forma, sólo se prestaba a ello por interés; hoy no es ya ni la complacencia ni el capricho, es sólo el gusto lo que me decide... En­tre los procedimientos que me han esclavizado y los que aún me esclavizarán a esa extravagante manía, veo una diferencia inconcebible, y quiero conocer­la. Píntame a tu Dolmancé, te lo suplico, a fin de que lo tenga bien metido en la cabeza antes de verle llegar; porque ya sabes que sólo le conozco de ha­berlo encontrado el otro día en una casa en la que sólo estuve unos minutos con él.

EL CABALLERO:

- Dolmancé, hermana mía, acaba de cumplir los treinta y seis años; es alto, de rostro muy hermoso, de ojos muy vivos y muy espirituales, pero una cosa algo dura y un poco malvada se pinta a pesar suyo en sus rasgos; tiene los más hermosos dientes del mundo, un poco de molicie en el talle y en el porte, sin duda por la costumbre que tiene de adoptar tan a menudo ademanes femeninos; es de una elegancia extremada, tiene hermosa la voz, ta­lento, y, sobre todo, mucha filosofía en el espíritu.

SRA. DE SAINT-ANGE:

-Espero que no crea en Dios...

EL CABALLERO:

- ¡Ah! ¿Cómo dices eso? Es el ateo más célebre, el hombre más inmoral... ¡Oh, es la corrupción más completa y entera, el individuo más malvado y perverso que pueda existir en el mundo!

SRA. DE SAINT ANGE:

- ¡Cómo me enardece todo eso! ¡Voy a enloquecer por ese hombre! ¿Y sus gus­tos, hermano mío?

EL CABALLERO:

-Ya los sabes: las delicias de Sodo­ma le son tan caras como agente que como paciente; sólo ama a los hombres en sus placeres y si, a pesar de ello, consiente alguna vez en probar mujeres, sólo es a condición de que sean lo bastante complacientes como para cambiar de sexo con él. Yo le he hablado de ti, le he prevenido de tus intenciones; él acepta y te advierte a su vez las cláusulas del trato. Te lo pre­vengo, hermana mía, te rechazará en seco si preten­des incitarle a otra cosa: «Lo que consiento hacer con vuestra hermana es -según pretende-, una li­cencia..., una extravagancia con la que uno sólo se mancha raramente y con muchas precauciones.»

SRA. DE SAINT-ANGE:

- ¡Mancharse..., precaucio­nes!.. ¡Amo hasta la locura el lenguaje de esas ama­bles personas! También entre nosotras las mujeres tenemos palabras exclusivas que, como ésas, prue­ban el horror profundo de que están penetradas por todo lo que no atañe al culto admitido... ¡Eh! Y dime, querido, ¿te ha poseído? ¡Con tu deliciosa cara y tus veinte años, bien se puede, en mi opi­nión, cautivar a semejante hombre!

EL CABALLERO:

- No te ocultaré mis extravagan­cias con él; tienes demasiada inteligencia para cen­surarlas. De hecho, me gustan las mujeres, y sólo me entrego a estos gustos extravagantes cuando un hombre amable me acosa. No hay nada que no haga entonces. Estoy lejos de esa altanería ridícula que hace pensar a nuestros jóvenes mequetrefes que hay que responder con bastonazos a proposiciones semejantes; ¿es el hombre dueño de sus gustos? Hay que compadecer a quienes los tienen singula­res, pero no insultarlos nunca; su error es el de la naturaleza; no eran dueños de llegar al mundo con gustos diferentes, como nosotros no lo somos de nacer patituertos o bien hechos. Además, ¿os dice un hombre algo desagradable al testimoniaros el deseo que tiene de gozar de vosotros? Indudable­mente, no: es un cumplido que os hace; ¿por qué, pues, responder entonces con injurias o insultos? Sólo los tontos pueden pensar así; jamás un hom­bre razonable hablará de esta materia de modo dis­tinto a como yo lo hago; pero es que el mundo está poblado de sandios imbéciles que creen injuria el declararles que uno los encuentra idóneos para los placeres, y que, echados a perder por las mujeres, siempre celosas de cuanto parece atentar contra sus derechos, se imaginan los quijotes de esos derechos ordinarios, brutalizando a quienes no reconocen toda su extensión.

SRA. DE SAINT-ANGE:

-¡Ay, amigo mío, bésame! No serías tú mi hermano si pensaras de otro modo; pero, te lo ruego, dame unos pocos detalles tanto sobre el físico de ese hombre como sobre sus place­res contigo.

EL CABALLERO:

-El señor Dolmancé estaba ente­rado por uno de mis amigos del soberbio miembro de que sabes que estoy dotado; comprometió al marqués de V.. a invitarme a cenar a su casa. Una vez allí, fue preciso exhibir lo que yo llevaba; la cu­riosidad pareció ser al principio el único motivo; un culo muy hermoso que se me puso delante, y del que se me rogó que gozara, me hizo ver al punto que sólo el gusto había tenido parte en aquel exa­men. Previne a Dolmancé de todas las dificultades de la empresa: nada lo asustó: «Soy a prueba de ariete -me dijo-, y no tendréis siquiera la gloria de ser el más temible de los hombres que perforaron el culo que os ofrezco.» El marqués estaba allí; él nos alentaba toqueteando, manoseando, besando todo lo que uno y otro sacábamos a la luz. Me preparo... quiero por lo menos algunos preparativos: «¡Guar­daos bien de ello! -me dice el marqués-; le priva­ríais de la mitad de las sensaciones que Dolmancé espera de vos; quiere que le atraviesen, quiere que le desgarren.» «¡Será satisfecho!», digo yo hundiéndo­me ciegamente en el abismo... ¿Y puedes creer, her­mana mía, que no me costó apenas?... Ni un lamento; mi polla, con lo enorme que es, se hundió sin que me diera cuenta, y toqué el fondo de sus en­trañas sin que el maldito pareciese sentirlo. Traté a Dolmancé como amigo; la excesiva voluptuosidad que él gustaba, sus meneos, sus deliciosas palabras, todo me hizo feliz pronto a mí también, y lo inun­dé. Apenas estuve fuera, Dolmancé, volviéndose desenfrenado hacia mí, rojo como una bacante: «Ves el estado en que me has puesto, querido caba­llero? -me dijo ofreciéndome una polla seca y amo­tinada, muy larga y de seis pulgadas por lo menos de contorno-; amor mío, por favor, dígnate servir­me de mujer después de haber sido mi amante, y así podré decir que he saboreado en tus brazos divi­nos todos los placeres del gusto que con tanta im­periosidad ansío.» Encontrando tan pocas dificul­tades en lo uno como en lo otro, me presté; el marqués, quitándose los calzones ante mis ojos, me conjuró a que yo tuviera a bien ser aún algo hom­bre con él mientras iba a ser la mujer de su amigo; le traté como a Dolmancé, el cual, devolviéndome centuplicadas todas las sacudidas con que yo abrumaba a nuestro tercero, muy pronto exhaló al fondo de mi culo ese licor encantador con el que yo rociaba, casi al mismo tiempo, el de V..

SRA. DE SAINT-ANGE:

- Hermano mío, debes de haber gozado los mayores placeres al encontrarte entre dos de esa manera; dicen que es delicioso.

EL CABALLERO:

- Muy cierto, ángel mío, es el me­jor sitio; pero se diga lo que se diga, todo eso no son más que extravagancias que nunca preferiré al pla­cer de las mujeres.
SRA. DE SAINT-ANGE:

- Pues bien, querido mío, para recompensar hoy tu delicada complacencia, voy a entregar a tus ardores una jovencita virgen, y más hermosa que el Amor.
EL CABALLERO: ¿Cómo? Con Dolmancé... ¿ha­ces venir una mujer a tu casa?

SRA. DE SAINT-ANGE:

-Se trata de una educación: es una jovencita que conocí en el convento el pasado otoño, mientras mi marido estaba en las aguas. Allí no pudimos nada, no nos atrevimos a nada, dema­siados ojos estaban fijos en nosotras, pero nos pro­metimos reunirnos cuando fuera posible; ocupada únicamente por ese deseo, para satisfacerlo trabé co­nocimiento con su familia. Su padre es un liberti­no... al que he cautivado. Por fin viene la hermosa, la espero; pasaremos dos días juntas..., dos días deli­ciosos; la mejor parte de ese tiempo la emplearé en educar a esta personilla. Dolmancé y yo meteremos en esa linda cabecita todos los principios del liberti­naje más desenfrenado, la abrasaremos con nuestros fuegos, la alimentaremos con nuestra filosofía, la inspiraremos nuestros deseos, y como quiero unir un poco de práctica a la teoría, como quiero que se demuestre a medida que se diserta, he destinado para ti, hermano mío, la cosecha de los mirtos de Citerea, para Dolmancé la de las rosas de Sodoma. Tendré dos placeres a la vez: el de gozar yo misma de esas voluptuosidades criminales y el de dar las lec­ciones, el de inspirar los gustos a la amable inocente que atraigo a nuestras redes. Y bien, caballero, ¿es digno de mi imaginación este proyecto?

EL CABALLERO:

- No puede ser concebido más que por ella; es divino, hermana mía, y te prometo cumplir a las mil maravillas el encantador papel que me destinas. ¡Ah, bribona, cómo vas a gozar con el placer de educar a esa niña! ¡Qué delicias para ti al corromperla, al ahogar en ese joven cora­zón todas las semillas de virtud y de religión que pusieron en él sus institutrices! En verdad que es demasiado vicioso para mí.

SRA. DE SAINT-ANGE:

- Ten por seguro que no ahorraré nada para pervertirla, para degradarla, para echar por tierra en ella todos los falsos princi­pios de moral con que hayan podido aturdirla; en dos lecciones quiero volverla tan malvada como yo..., tan impía..., tan corrompida. Prevén a Dol­mancé, ponle al tanto en cuanto llegue, para que el veneno de sus inmoralidades, al circular en ese jo­ven corazón junto con el que yo lance en él, logre desarraigar en pocos instantes todas las semillas de virtud que podrían germinar sin nosotros.

EL CABALLERO:

- Era imposible encontrar un hombre mejor para lo que necesitabas: la irreligión, la impiedad, la inhumanidad, el libertinaje, fluyen de los labios de Dolmancé como antaño la unción mística de los del célebre arzobispo de Cambrai; es el seductor más profundo, el hombre más corrom­pido, el más peligroso... ¡Ay, querida amiga, que tu alumna responda a los cuidados del preceptor y te garantizo que pronto estará perdida!

SRA. DE SAINT- ANGE:

- Me parece que no tardará mucho con las disposiciones que sé que tiene...

EL CABALLERO:

- Pero, dime, querida hermana, ¿no temes nada de los padres? ¿Y si esa jovencita ha­bla al volver a su casa?

SRA. DE SAINT-ANGE:

- No temo nada, he seduci­do al padre..., es mío. ¿Tendré que confesártelo? Me he entregado a él para cerrarle los ojos; ignora mis designios, pero nunca se atreverá a profundizar en ellos... Lo tengo.

EL CABALLERO:

-¡Tus medios son horribles!

SRA. DE SAINT-ANGE:

-Así han de ser para que re­sulten seguros.

EL CABALLERO:

-Y dime, por favor, ¿cómo es esa joven?

SRA. DE SAINT-ANGE:

- Se llama Eugenia, y es la hija de un tal Mistival, uno de los recaudadores más ricos de la capital, de unos treinta y seis años; la madre tiene todo lo más treinta y dos, y la mucha­cha, quince. Mistival es tan libertino como su mu­jer devota. En cuanto a Eugenia, sería en vano, amigo mío, que tratara de pintártela: está por enci­ma de mis pinceles; bástete estar convencido de que ni tú ni yo hemos visto nunca algo tan delicio­so en el mundo.

EL CABALLERO:

- Pero esbózamela al menos, si no puedes pintármela, para que, sabiendo aproxi­madamente con quién tengo que habérmelas, lle­ne mejor mi imaginación con el ídolo en que debo sacrificar.

SRA. DE SAINTANGE:

-Bueno, amigo mío: sus ca­bellos castaños, que a duras penas caben en el puño, le bajan hasta las nalgas; su tez es de una blancura resplandeciente, su nariz algo aguileña, sus ojos de un negro de ébano y de un ardor... ¡Oh, amigo mío, es imposible resistir a esos ojos! ¡No imaginaríais siquiera todas las tonterías que me han hecho ha­cer!... ¡Si vieras las lindas cejas que los coronan..., los interesantes párpados que los bordean!... Su boca es muy pequeña, sus dientes soberbios, y todo ello de una frescura... Una de sus bellezas es la elegante ma­nera en que su hermosa cabeza está unida a sus hombros, el aire de nobleza que tiene cuando la vuelve... Eugenia es alta para su edad: se la echarían diecisiete años; su talle es un modelo de elegancia y de finura, sus pechos deliciosos... ¡Son, desde luego, dos tetitas más hermosas!... ¡Apenas hay con qué colmar la mano, pero tan dulces..., tan frescas..., tan blancas!... ¡Veinte veces he perdido la cabeza besán­dolas! ¡Y si hubieras visto cómo se animaba con mis caricias..., cómo sus dos grandes ojos me pintaban el estado de su alma!... Amigo mío, no sé cómo es el resto. ¡Ay, a juzgar por lo que conozco, jamás el Olimpo tuvo divinidad que pudiera comparárse­le!... Pero ya la oigo..., déjanos, sal por el jardín para no encontrarte con ella y sé puntual a la cita.

EL CABALLERO:

-El cuadro que acabas de hacerme te responde de mi puntualidad... ¡Oh, cielos! ¡Sa­lir..., dejarte en el estado en que estoy!... Adiós..., un beso, un beso solamente, hermana mía, para satisfa­cerme al menos hasta entonces. (Ella lo besa, toca su polla a través del calzón, y el joven sale precipitada­mente.



No hay comentarios:

Publicar un comentario